En el amanecer de América, los Andes, asomados apenas unos millones de años antes, mostraban sus dientes azul violáceos, agudos, retadores, a la capa azul del cielo más límpido de que se tenga memoria. Los ojos brillantes de las vegas reflejaban algunas nubes tímidas deslizándose por su vastedad. La mañana era helada y seca y de haber habido hombres respirando sin duda alguna les habría resultado agotador.
Mucho más arriba y siempre insomne en su fortaleza celeste, El Creador daba los últimos ajustes a la reducida gama de la fauna que se atrevería a dar la lucha diaria contra la puna, el frío y la sequedad.
-“Veamos”- pensó El Creador, y estremecido por la sola idea del frío enumeró con los dedos y de mayor a menor: “Oso, puma, llama, alpaca, guanaco…”
Y fue así hilando el panorama andino con imaginación y destreza. Primero los mamíferos, después las aves y los reptiles para terminar. Cuando terminó, satisfecho, restregó sus manos generosas una contra otra; los habitantes de los Andes estaban listos para hacer su aparición en la historia.
-¿Y yo? –Se escuchó decir a una débil vocecilla.
El Altísimo buscó la voz, pero no podía descubrir de dónde venía. La Naturaleza misma fue llamada para colaborar en la búsqueda, pero no había caso: aunque la vocecilla continuaba reclamando atención, no podían descubrir su procedencia.
Esto, de ninguna manera era posible. Tanto El Creador como la Naturaleza estaban seguros de haber planificado todo hasta el último detalle. ¡No podía haber errores, hilos sueltos a pocos amaneceres del debut!
Intentaron ignorarla, pero la voz seguía allí, casi un gemido, casi un … Un momento. ¿Acaso no era eso un maullido? Ah, eso ellos lo sabían bien, a los gatos les encanta esconderse, sólo era cosa de atisbar bajo la mesa, y sí, cuando se inclinaron para ver bajo la mesa de trabajo del Creador, allí estaba: un gato ni tan pequeño ni tan grande, más bien enjuto de carnes, algo rayado, algo moteado, de cabello hirsuto, mechones de lince en las orejas, cola de timón, aspecto decididamente modesto, menos pariente del puma que del ocelote. ¡Ambos habían ignorado su presencia, pero allí estaba, terco e insistente, valiente y osado, el gato Andino!
Fue de esta manera accidental que el Gato Andino se encontró encaramado en la cima de las grandes cumbres, correteando roedores y lagartos de poca monta que apenas alcanzaban a satisfacer su apetito, hecho que lo tenía siempre al borde de la hambruna.
Pero el Gato Andino ya había mostrado su temple y así como había reclamado su derecho antes los dos poderes se empeñó en sobrevivir a la evolución, la falta de comida y las exigencias de la vida por las alturas. Vivió, se aclimató, se sintió dueño de su destino y un día que se estiraba satisfecho bajo los tímidos rayos de un sol de invierno, se descubrió pensando en lo buena que era la vida y lo muy feliz que se sentía de ser quién era y de vivir donde vivía.
¡Y justo en ese momento, un cazador con menos sueño y más hambre que él lo atrapó, mató y desolló y cuando llegó a su aldea, después de asar y comer su carne y pensando que no le había parecido ni tan buena, rellenó su pellejo con paja seca, le incrustó un par de ojos de obsidiana y lo encontró de lo más apropiado para ofrendarlo a los dioses, que sin duda alguna, agradecidos, le proporcionarían mejor presa la próxima vez.
El Gato Andino no estaba enterado, hasta ese momento, de la aparición de un nuevo habitante en Los Andes: el Hombre.
Así, de la misma triste manera y totalmente en contra de su voluntad, muchos gatos andinos fueron convirtiéndose en adorno de mal gusto en ceremonias religiosas de peor gusto aún. Vivían los pobres, a salto de mata, escondiéndose por aquí y por allá para escapar de la crueldad de sus asesinos.
Espantados, los Gatos Andinos decidieron elevar una solicitud de cambio de residencia ante El Creador, pero la respuesta fue lapidaria: no había espacio para cambios de ningún tipo y no sólo se trataba de espacio, había otra razón más importante: la incredulidad reciente y creciente de los hombres no estaba dejando espacio a la capacidad de maniobra del Creador, vale decir, que los decretos habían caído en un absoluto desprestigio y ya nadie los respetaba. Tratando de salvar sus vidas, las especies, incluida la humana, iban de aquí para allá asentándose como pudieran y provocando el caos en el planeta
Tampoco la Naturaleza fue capaz de ofrecerles una solución. Aunque ella era la última en querer reconocerlo, lo cierto es que a los hombres la naturaleza les importaba un comino y no pasaba un día sin que se la pisotease y destruyese sin razón. “Mejor, sugirió, traten de arreglárselas solos, a lo mejor si se ponen de acuerdo y se desplazan algo más arriba..”
¿MÁS arriba? El Gato Andino estaba indignado, si subían un poco más por los vericuetos de los Andes iban a terminar viviendo en el espacio sideral, y todavía no se había especificado nada al respecto. ¡Ni siquiera el hombre se había aventurado por el cosmos!
-¡Ya verán como sobrevivimos sin su ayuda! – maullaron antes de desaparecer entre los macizos de granito.
Y en eso están, cada vez más escondidos, cada vez más lejos, cada día menos. No quieren ni aparecerse en las cercanías de los hombres. No sin sorpresa, han descubierto algún apoyo inesperado en los defensores de la fauna silvestre, aunque preferirían no tenerlo, porque odian los collares de rastreo y los dardos somníferos le ponen el pelo, ya de por sí tieso, parado como aguja. Pero nadie sabe cómo se las han arreglado para iniciar una campaña contra la superstición y cuentan para ello con el apoyo decidido de rinocerontes, tigres de Bengala, elefantes y ballenas. No falta un día en que una nueva especie los apoye decididamente y hasta se sabe de una carta enviada por el fantasma del Dodó, tildada de mito por los escépticos.
Los Gatos Andinos no se amilanan; de alguna manera, dicen, hemos llegado hasta aquí, y el hombre, este inquilino con pésimas costumbres, probablemente ni siquiera dure lo que Neanderthal. Ese, al menos, respetaba la naturaleza.