Lo primero que hizo Pancho fue devolverle el triciclo a Matías e interrogarlo minuciosamente sobre lo sucedido el día del robo. El proceso de obtener información se produjo sin dificultades, pero para su sorpresa, cuando intentó dejar el triciclo el niño se negó a recibirlo.
-No do quiedo, ahoda teno una biciqueta.-
Matías estaba aterrado. ¿Qué tal si a papá se le ocurría devolver su preciosa bicicleta nueva ahora que el triciclo estaba de vuelta?
En todo caso, Pancho insistió tanto que todos los demás aparecieron -así son las cosas en la familia de Matías, todo es asunto de estado-, se enteraron del asunto y quedaron convencidos de que el pequeño había escondido el triciclo para que le compraran una bicicleta.
Mamá pensó que su bebé era muy listo y lo había planeado todo, pero que habría que reforzar su honradez. Matías no podía ir por la vida mintiendo con esa soltura.
Tere pensó que su hermanito era un fresco, pero ¡qué bacán!
Matías lloró con auténtica desesperación porque nadie le creía y perdería su bicicleta nueva.
Y papá, conmovido, prometió que no devolvería la bicicleta, pero le hizo prometer a su pequeñín que nunca más inventaría cosas. El niño aceptó entre sollozos, Mamá consideró la posibilidad de una visita al sicólogo, el triciclo fue asignado al primito Benjamín y Matías conservó para siempre la desagradable reputación de un niño mentiroso, que le acarrearía serios problemas en su adolescencia.
Las cosas parecían haber quedado claras para todos, menos para Pancho. Su febril imaginación de niño era perfectamente capaz de todo. En otras palabras, Pancho creía la más fantástica de las versiones del asunto: el extraterrestre de su hermana era en realidad un invasor, había robado el triciclo y quién sabe qué otras cosas y estaba esperando el mejor momento para llenar la Tierra de otros invasores enanos y anaranjados que se harían pasar por juguetes hasta apoderarse del mundo.
Sólo necesitaba una cosa: pruebas.
Porque una cosa es suponer una verdad y otra muy distinta es probarlo ante el mundo. Para eso, Pancho necesitaba un detalle muy importante: el juguete de su hermana.
En todo caso, Pancho ya tiene diez años y conoce bien el mundo exterior. Temiendo que le ocurriera lo mismo que a Matías, se guardó muy bien de contar a su familia lo que había descubierto. En vez de eso, fingió absoluta inocencia, se desentendió totalmente del dormitorio de su hermana y tres días después se robó la llave del armario. Para que Mari se mudara de ropas, Mamá debió llamar un maestro que rompiera la cerradura e instalara una nueva. La niña recibió un buen reto por las molestias que había provocado y Pancho disfrutó la oportunidad de ver como la hermana perfecta cometía un error.
Ahora que ni siquiera necesitaba la llave, Pancho, que ha visto bastantes series policiales, se deshizo de las evidencias incriminatorias arrojando la llave a la basura y esperó pacientemente que llegara el sábado. Ese día, mientras la familia hacía preparativos para el cine, sufrió repentinamente un dolor de estómago que estuvo a punto de hacer que Mamá llamara al médico. Notando que sobreactuaba, Pancho moderó sus gemidos, concedió que se sentía mejor, pero que prefería quedarse acostado y cuando todos salieron, se dio un margen de seguridad de cinco minutos y luego saltó como un resorte en dirección al closet de su hermana.
El Capitán Z*Quq ya había acabado con los diarios de vida y atacaba ahora la colección de fotografías de los astros favoritos de Mari cuando la puerta se abrió bruscamente y Azul Pancho lo atrapó en el proceso de engullir al teniente Horacio Hornblower con tricornio y todo.
-¡Te tengo!
Pancho levantó al Capitán, que se atragantó de terror, y le apretó la panza anaranjada hasta que los restos del uniforme de Hornblower saltaron por el aire. Z*Quq habría preferido desmayarse, pero no tuvo más remedio que fingir que era un juguete. Por supuesto, a esas alturas era bien difícil que Pancho le creyera; simplemente lo pescó del tentáculo superior y se lo llevó a rastras hacia su laboratorio secreto, es decir, lo metió debajo de la mesa de su computador, donde le ató las extremidades a las patas del mueble para tenerlo asegurado mientras encontraba las herramientas adecuadas.
¡El Capitán Z*Quq estaba en manos del peor de sus enemigos! Aterrado, el valiente explorador empalideció hasta un enfermizo tono amarillo mayonesa. Azul Pancho no dejaba de observarle y cada cierto rato arrojaba a su alrededor toda clase de herramientas de apariencia diabólica: alicates, cortaplumas, agujas de coser lana, tornillos, pinzas. Cuando finalmente apareció esgrimiendo un gran cuchillo cartonero en la mano derecha, el Capitán no necesitó seguir actuando y se desmayó de veras.
Al volver en sí, una luz cegadora bloqueó sus ojos y lo dejó a un tris de desvanecerse otra vez: ¡un horrible ojo gigantesco lo observaba! El Capitán Z*Quq estaba a punto de conocer la peor cara de los Azules.
-¡Z*Amustaq -rogó al Dios de Zdn-, apiádate de mí!
Contra su voluntad, el Capitán no pudo evitar preguntarse si el poder de Z*Amustaq llegaría hasta el otro lado del Universo o sólo alcanzaría para el planeta Zdn. Tembló como poseído.
-¡Ah, yo sabía que estabas vivo, invasor! -Rugió Pancho apartando la lupa de Papá de su ojo derecho – ¡Confiesa cuáles son tus planes!
-¡Soy inocente! -Gimió Z*Quq tal y cómo había visto que decían los prisioneros en la pantalla oscura.
El Capitán no podía entender qué le estaba sucediendo. ¡Estaba echando líquido por los ojos, igual que Azul Mamá y Azul Matías! Por si acaso, repitió todas las frases que había escuchado al prisionero de “El regreso de los Mutantes III”
– ¡Está bien, te daré todo el dinero!
-¡Confesaré todo, pero no me hagas daño, Azul Pancho!
– ¡ Yo no fuí, soy inocente!
Como era de esperar y tal cual ocurría en la película, Azul Pancho sólo se interesó en el dinero.
-¡Lo tengo escondido en una caja debajo de los zapatos de Azul Mari! -confesó el Capitán.
Pancho fue a buscarlo y regresó con una caja repleta de desodorantes, lápices labiales, esquelas arrugadas, pilas y velas decorativas a medio comer.
-Aquí sólo hay basura -dijo-, o confiesas todo, o….
Azul Pancho se inclinó sobre la barriga anaranjada con el cuchillo cartonero en ristre. La punta brilló peligrosamente en la oscuridad acercándose hacia la piel del Capitán, que a estas alturas se veía amarillo pato.
– ¡Yo sólo quería volver a casa, junté ese dinero para comer hasta que encuentre mi nave! – explicó el extraterrestre mientras derramaba lágrimas en cantidades que a él mismo le habrían parecido asombrosas si hubiera estado en condiciones de pensarlo.
-Eso no es dinero -dijo Pancho-, no me interesa, lo único que yo quiero es que confieses la verdad.
-Esta bien -concedió el Capitán-, te diré todo.
Para un zédico*, la palabra todo significa exactamente éso: todo. El Capitán Z*Quq contó con pelos y señales los motivos que lo habían hecho atravesar el Universo, el triste futuro que aguardaba a Zdn y los pormenores de la misión que se le había encomendado. Recordando lo ocurrido al protagonista de “Prisionero de guerra, la película”, entregó los nombres de toda su familia, sus superiores, maestros y amigos más próximos y estaba listo para dar una visión somera de todos los animales del planeta Zdn cuando Pancho no soportó más tanta cháchara y lo hizo callar.
-Bueno, ya está bien. Basta con eso.
A continuación, para sorpresa del Capitán, cortó sus ligaduras con el cuchillo cartonero y le ayudó a ponerse de pie. Z*Quq le llegaba exactamente a la cintura.
-¿En verdad se va a acabar tu planeta? -preguntó.
Una nueva andanada de explicaciones científicas fue interrumpida con rapidez.
-No te preocupes, te creo.
E inmediatamente atacó con otra pregunta.
-¿Y qué era lo que pensabas hacer ahora?
El Capitán Z*Quq se tomó media hora para contar las aventuras vividas al llegar y explicarle a Pancho que debía llegar hasta su nave para contactarse con el Mariscal Z*Yaiq y abortar el despegue de las naves zédicas* hacia el Planeta Azul.
-Tierra -explicó Pancho-, se llama Tierra.
A Z*Quq todavía le quedaba una pregunta que hacer.
-¿Por qué me vas a ayudar, Azul Pancho?
Pancho no supo qué responder. Él no lo tenía muy claro del todo; los ojos de Z*Quq, por algún motivo, le recordaban los de Tomás, uno de sus mejores amigos. La familia de Tomás ocupaba la casa de la esquina hasta que un día el padre se quedó sin trabajo. Habían vivido con dificultades varios meses, pero finalmente no les había quedado más remedio que vender la casa y mudarse. Pancho tenía grabados los ojos de Tomás el día que se despidieron: grandes, sin brillo, con una llama de tristeza parpadeando en el fondo, exactamente como los del extraterrestre anaranjado.
En todo caso, admitir una debilidad como ésa delante de un invasor extraterrestre o de cualquier chico del barrio era algo que ni siquiera se podía plantear.
-Por nada -dijo-, quiero que vuelvas a tu planeta y nos dejen tranquilos. Y no me digas Azul. Pancho, sólo Pancho.
Finalmente, llegaron a un acuerdo. Pancho le ayudaba a recobrar su vehículo y el Capitán prometía que los zédicos* nunca invadirían la Tierra. Z*Quq no pudo evitar un suspiro melancólico al pensar en los desodorantes con mermelada de frambuesa. ¡Qué pérdida! Pancho, por su parte, paladeó mentalmente las delicias de verse en la televisión como “el heroico niño que libró a la Tierra de una invasión extraterrestre”. De paso, recordó que tendría que tomar muchas fotografías para que le creyeran.
El Capitán Z*Quq se tranquilizaba. Después de todo, Pancho no era tan monstruoso como había pensado, hasta podría pensarse que los Azules, perdón, los humanos, eran buenas personas. Algo brutos no más. El resto de la tarde lo pasaron compartiendo información sobre Zdn y la Tierra. Al zédico* le costó convencerse de que la información trasmitida por la pantalla oscura era mayormente ficción para entretener a esa desconcertante especie de vida que eran los Hombres. A Pancho le encantaron los planos de la Nefertil I y los mapas interestelares del Capitán, que copió lo mejor que pudo con la loca idea de un viaje interespacial germinando allá en el fondo de su cerebro.
Antes de que la familia regresara del cine todo estaba programado: en tres días partirían a buscar la nave en la bicicleta de Pancho. Por el momento, el niño consideraba que era mejor que el Capitán se escondiera; podría ocurrir que la actitud de Mari no fuese tan tolerante con los invasores extraterrestres, por más pacíficos que fuesen.
El Capitán estuvo de acuerdo y se metió sin titubear en el cajón de las herramientas del jardín, acompañado de una buena cantidad de tubos de pasta dental, textos de historia y biología, un frasco de miel de abejas y una botella del lavalozas favorito de Mamá.
– Esto está un poco oscuro -se quejó Z*Quq cuando la tapa se cerraba sobre su cabeza-. ¿Me vas a venir a ver, terrestre Pancho?
-¿Se te ocurre? Se ve que no conoces a mi hermana; cuando descubra que no estás en el clóset me voy a ver en aprietos -explicó Pancho antes de tapar la caja y cubrirla con toda clase de cosas en desuso.
Por si acaso, añadió una ligera capita de polvo, así parecería que nada se había movido por allí en mucho, mucho tiempo.
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