Don Miguel había irrumpido en nuestra rutina como un huracán y con la clara intención de quedarse en ella; toda la semana anterior a Halloween apareció en los momentos más inesperados, con una sola condición: eran los momentos en que Penélope se encontraba en el local.
Don Miguel puso todo de cabeza y el terrible resultado fue que Lisístrata y Penélope estuvieron sin hablarse por un día entero. Ustedes no pueden tener idea de lo que eso significa, las hermanas Pereira de Olivar nunca paran de conversar, salvo cuando duermen, creo yo, y escucharlas mandándose recaditos y acusaciones vía Gertrudis era una visión aterradora para cualquiera.
Lisístrata le reprochaba a su hermana que no le hubiera contado nada acerca de sus nuevas “amistades”, palabra que decía como si fuera altamente contaminante y Penélope, como si tuviera apenas quince años, se quejaba de que su hermana le quitaba libertad. Gertrudis no se abanderizó por ninguna, pero su fría actitud con Don Miguel dejaba muy en claro lo que opinaba de su persona. La pobre debía estar agotada con el pimponeo al que la tenían sometida, de modo que no fue sorpresa para mí cuando se levantó de golpe y arrojando lejos su tejido lanzó unos quejidos desesperados:
-Ya basta, esto es insoportable, si quieren decirse cosas, háganlo solas, porque yo me voy.
Y dicho y hecho, no volvió en el resto del día. Al rato apareció Gertie lanzándoles miradas feas y con el lomo engrifado. Penélope y Lisístrata se abalanzaron sobre ella para regalonearla, pero se detuvieron a medio metro de distancia para no tener que dirigirse la palabra. Revoloteaban alrededor de la gata, le ofrecían bocadillos y la acariciaban cada vez que la otra se descuidaba. Gertie no les hacía el menor caso; ronroneaba con expresión de disgusto en el sillón favorito de su ama y al rato se quedó dormida.
Para mí, todo esto, más que un drama, era una soberana lata. Por varias razones, Penélope ha sido siempre mi favorita: es más joven –si se puede decir eso de una persona de 77 años-, más simpática y divertida, está más al día con el mundo y se puede conversar de todo con ella. Son razones de peso. ¿No creen? Aunque si uno lo piensa bien, Lisístrata es lejos la razón de más peso en esta ecuación, fácilmente supera los ciento veinte.
Después de lo que había pasado todo el mundo estaba enojado con todo el mundo; las tres se escondían detrás de un libro para emerger de su refugio solamente cuando Don Miguel llegaba y se ponía a conversar en voz baja y a intercambiar risitas y sonrisitas con Penélope. Y mientras eso pasaba, la cara de Lisístrata, la pobre, se iba poniendo de un rojo subido y ya veía que iba a hacer explosión en el momento menos pensado.
-Quién iba a imaginar que todavía le quedara un tren –comentó mamá mirando a Penélope y don Miguel, ensimismados en su charla de la tarde.
-¿Un tren, qué quieres decir con eso, mamá –pregunté intrigada.
Mamá me explicó que antes, cuando te quedabas solterona –así se les decía a las que no se casaban-, todos decían que te había dejado el tren. Qué tonto, imagínense que de cada mujer que no se casa, hoy, dijeran que la ha dejado el Metro, no tiene el menor sentido.
-Me alegro por ella -continuó diciendo-, alguien que le de ilusión a sus últimos años.
¿Últimos años? Yo no sería tan pesimista; si conozco a mis viejitas las tres van a pasar el siglo, así que ojalá les queden trenes a todas, para que lo pasen chancho. Para que vayan a bailar tango los viernes por la noche, para que lean muchas novelas románticas y policiales, para que escriban notas sobre gatos de todas las razas, incluidas aquellas que ni siquiera existen y para que tomen un crucero por Europa todos los años, que es el sueño de cada una de ellas.
Ah, y se preguntarán qué era, a todo esto, de las gatas. Bueno, ellas tampoco se lo estaban tomando mejor. Lisi y Penny se mostraban garras y dientes a cada momento y Gertie andaba como alma en pena por los rincones. Pero, en todo caso, todas, absolutamente todas, se morían por restregar sus colas contra los bien cortados pantalones de Don Miguel.
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