Nunca se había visto en el Valle Oscuro un grupo tan extraño como el que bajó de la montaña.
Se trataba de tres pequeños que se encontraban en muy mal estado, cubiertos de lodo y rasguños; el más alto cojeaba lastimosamente y utilizaba una lanza quebrada para apoyarse. El grupo era encabezado por un niño delgado y nervudo, que iba muy atento a lo que sucedía a su alrededor y no se despegaba de su lanza. Junto a él, y eso sí que era raro, caminaba una cría de mastodonte que ya lo aventajaba por más de una cabeza.
Aunque los árboles son el lugar que Serak escoge para acechar a sus presas, el grupo prefería caminar entre ellos, como tratando de pasar inadvertidos, lo que no es nada de fácil cuando uno marcha en compañía de un mastodonte, por pequeño que sea.
El Valle Oscuro es mucho más grande que otros, sus pasturas son altas y están siempre frescas, gracias a la laguna que le proporciona humedad. La laguna es también la causa de que muchos bosques se levanten aquí y allá. Los árboles se empinan por las laderas de las montañas y cubren muy bien las cavernas donde se ocultan Serak y Mulkan; pero no hay ser vivo que lo olvide, porque ellos son los amos del Valle Oscuro y se lo reparten sin pelear: Mulkan sale de día, hurga en los troncos por insectos y miel y pesca en las aguas turbias de la laguna; cuando tiene mucha hambre, sale de caza. Serak afila sus grandes colmillos en las rocas, caza de noche y es raro que pierda una pieza. Durante el día, dormita en su cubil o se tiende al sol perezosamente.
Los demás habitantes del valle duermen con un ojo y velan con el otro. Al menor chasquido entre los árboles, huyen lo más lejos que pueden. Hay paleollamas y guanacos y en las marismas que se extienden más allá de la laguna pastan los ciervos de los pantanos. Todos ellos son grandes y robustos, aunque nunca tanto como los megaterios o milodones, que algún día serán tan pequeños que treparán a los mismos árboles que suelen derribar de tanto rascarse el lomo contra ellos. En la primavera, el ciervo de los pantanos se corona con una magnífica cornamenta e inicia su período de cortejo.
Lino condujo a Kiya hasta un riachuelo que se alimentaba de la laguna, donde el joven mastodonte bebió hasta saciar su sed y jugó largo rato a arrojarse agua en el lomo. Después debió pensar que estaba demasiado limpio, de modo que se tumbó en el lodo y se restregó con entusiasmo para deshacerse de los molestos insectos que pululaban sobre él. Lino, Tai y Tahuma siguieron su ejemplo y después de refrescar sus cuerpos fatigados, escarbaron en la orilla para sacar lodo amarillento y se pintaron las caras y las extremidades. Los pantanos bullían de enormes mosquitos y tábanos.
Con un certero lanzazo, Lino capturó un pato gordo y sabroso cuya sangre chuparon hasta la última gota. ¡Qué reconfortante era la sangre tibia del pato! Ahora se sentían mucho mejor y estaban más animados. Tai se quedó con las plumas suaves del vientre del pato y Tahuma buscó musgo y paja seca para hacer fuego. Con ayuda de unos maderos se sentó a hacerlo, pero al parecer hacía mucho tiempo que no tenía su propio fuego, porque la ansiada llamita se negaba a aparecer y ya se estaba haciendo tarde, tan tarde que allá arriba, en la montaña, Serak bramó fieramente llenándolos de temor.
-Te ayudaré con el fuego, viejo –dijo Lino.
Y sabedor de que Serak es enemigo de las llamas, buscó sus propios materiales; si querían regresar con el clan, muy pronto sería necesario tener un cordón de fuego a su alrededor. Tai recogió ramas y las fue enlazando para construir un intrincado círculo; al centro de esa empalizada estaría el fuego.
Tahuma y Lino frotaban sus ramas con ansiedad no disimulada; pasó largo rato antes de que sobre el musgo de Lino bailotease una débil llamita; poco después, otra apareció sobre la pila del viejo. ¡Al fin tenían fuego!
El viejo puso el pato sobre el fuego y el acre olor de la pluma quemada afloró. Tai y Tahuma se sentaron, pero Kiya se negaba a acercarse al fuego, peor aún, al parecer, quería marcharse. Lino acarició su cabezota para tranquilizarlo. Kiya se revolvía nervioso, el fuego le asustaba. Tai le trajo una brazada de hierba fresca y el mastodonte se fue calmando poco a poco. A veces levantaba la cabeza, agitaba su trompa en el aire, sus orejas se movían a uno y otro lado, como si tratase de identificar los sonidos del valle.
-¿Qué le sucede a Ranú, viejo? –preguntó Tai.
-Sólo los cazadores son amos del fuego, Tai; para la cría de Ranú, el fuego es la muerte, su misma madre murió a causa de él. Si la cría de Ranú se marcha, Serak preferirá su carne a la de Targa, el ciervo de los pantanos. Ranú tiene mucha carne, que es tierna y jugosa, un viejo como yo la comería gustoso.
Tai y Lino protestaron escandalizados, ¡cómo podía el viejo pensar en el pequeño Ranú como en comida!
El pato sí que olía a comida. Las plumas habían desaparecido y estaba todo ennegrecido y apetitoso. Tai podría asegurar que sabía muy bien. ¡El primer pato cazado por Lino!
Tahuma lo sacó del fuego y sin poder evitar quemarse, lo despedazó sobre la hierba. Cada uno escogió una presa. Es cierto que el primer pato de Lino no era para nada tierno, sino algo viejo y correoso, pero tenía mucha carne y si pato no hubiese estado tan cerca de regresar a la tierra, difícil habría sido que un cazador novato, como Lino, lo hubiera atrapado. Se chuparon los dedos, y arrancaron la carne del pato a mordiscos. Había que tironear fuerte para arrancarla, pero los niños tenían dientes jóvenes. No así Tahuma, que pugnaba por romperlo con sus encías desdentadas.
Después de comer, los niños se quedaron dormidos. Tahuma se sentó junto al fuego, velando. Las horas transcurrieron y el cansancio vino hasta los ojos del viejo. Su cabeza flaqueaba y los brazos resbalaron: Tahuma cerró los ojos y se durmió. El fuego continuó crepitando y las ramas que lo alimentaban se fueron consumiendo lentamente hasta convertirse en brasas y la luz que envolvía al grupo se fue apagando hasta que la oscuridad los envolvió.
Un barrito de Kiya despertó a los durmientes. El mastodonte se retorcía asustado, el fuego estaba casi apagado y al otro lado del círculo de ramas, un ronco gruñido y un aliento caliente y fétido iba de aquí para allá.
-¡Aviva el fuego, Lino, pon más ramas! –gritó Tahuma.
Pero las ramas verdes se negaban a encenderse, apenas producían un poco de humo y una lucecilla amarillenta. Tahuma y los niños se habían puesto de espaldas al fuego y atisbaban a su alrededor tratando de descubrir al que los acechaba.
Una rama encendió al fin y la luz que produjo les permitió ver lo que tanto temían: ¡la gigantesca cabeza de Mulkan y un par de enormes garras que se abatían sobre la enramada para derrumbarla!
Desesperado, Lino cogió la rama encendida y la blandió delante del hocico de Mulkan; el oso retrocedió rugiendo airado. Ahora Tai y Tahuma soplaban sobre el fuego para avivarlo y encendían nuevas ramas para espantar al monstruoso animal. Tahuma arrojó una rama sobre la empalizada, que empezó a arder; lentamente al comienzo, con más brío luego. Pronto todo el enramado era un círculo de llamas, pero en cuanto este se consumiera, ya nada podría detener a Mulkan.
Cuando el fuego empezó a flaquear todavía el oso rugía y rondaba alrededor. Mulkan preparó sus colmillos, agitó su cabezota. Kiya, aterrado, trompeteaba enloquecido. Ahora el sonido era distinto. Podían sentir que la misma tierra se estremecía y un ruido sordo llegó hasta sus oídos. El fragor crecía por instantes, se levantaba una nube de polvo que los hizo toser. Ni Tahuma ni los niños podían entender lo que estaba ocurriendo, Mulkan, en cambio, lo comprendió todo y con un rugido de airada decepción, emprendió la retirada.
Cuando Mulkan se marchó, la colosal figura de Ranú se recortó contra la oscuridad. Tahuma y los niños se agazaparon aterrados. ¿Habían escapado de Mulkan para terminar ensartados en los colmillos de Ranú?
Kiya, en cambio, estaba contento. Barritaba alegremente y saludaba a Ranú agitando la cabeza de arriba abajo.
El fuego de la empalizada estaba casi apagado. Ranú pisoteó los restos y Kiya atravesó el círculo de brasas dando saltitos para no quemarse. Ranú lo empujó con su trompa para darle prisa. La mastodonte alfa y la última cría de la manada desaparecieron en la noche sin mirar atrás.
-Ranú nos ha salvado por ayudar al pequeño –dijo Lino.
-Así es Lino, aunque Tahuma diga estas palabras, nadie lo creerá.
-Si hubieras matado al pequeño Ranú, ahora todos nosotros estaríamos en la barriga de Mulkan, viejo – Tai, como siempre, hablaba poco, pero con sabiduría.
– Ranú es sabia y compasiva con los cazadores; pero no podemos confiar en Mulkan –reflexionó Tahuma-; Mulkan sólo sabe del gruñido de su tripa vacía. Recojamos más leña para rearmar la empalizada y alimentar el fuego.
Él mismo puso manos a la obra para dar el ejemplo.