La Araña estiró sus ocho patitas y alargó el cuello para no perder nada de lo que sucedía a su alrededor. Hacía mucho, mucho tiempo que vivía en la casa de estas tres señoras tan estiradas, tan serias y tan silenciosas. Ninguna araña que hubiese vivido en esa casa los últimos dos milenios podría recordarlas manteniendo una conversación. Eran muy calladas, las viejas damas…¡pero qué talento para manejar la rueca y el telar, que eficiencia en el manejo de la tijera!
Y casualmente, porque así suceden las cosas, una de las ancianas dejó caer la bobina de hilo, cuando se agachó para recogerlo, quedó tiesa, y un quejido de dolor escapó de su boca.
-¡Ay!
-¿Sucede algo, Cloto? – preguntó su vecina.
-Es que tanto tiempo sin moverme me tiene las coyunturas rígidas, Laquesis – respondió la aludida.
-A mí, querida, me sucede lo mismo –respondió la tercera dama.
– ¿Tienes tú la tijera, Atropos? – preguntó Cloto.
-Claro, no soy yo, acaso, la encargada de cortar el hilo de la vida? –respondió esta pasándole la tijera y levantando luego su tejido contra la pálida luz que entraba por la ventana
¡Qué maravilla, qué delicadeza, qué arte! La Araña quedó muda de admiración. Cierto que ella hilaba su propia fibra, una casi tan ligera y tan fuerte como la de las Moiras, pero claro, aparte de tender unas hilachas de cornisa a ventana, de una viga a la lámpara de aceite, eso era todo. Jamás, hasta entonces, a araña alguna se le había ocurrido la peregrina idea de tejer algo tan práctico como una túnica y mucho menos algo tan bello y tan complejo como la vida de un hombre. ¿Qué araña se habría atrevido a cortar con una tijera el hilo de la vida? A lo más, algunas daban su picotón fatal por aquí y por allá, algo que no se notase mucho.
Muchas noches pasó la Araña meditando al respecto. Tenía que tejer tan bien como las Parcas. ¿Qué podía hacer para convertirse en una eximia tejedora? ¿Se dedicaría a espiar a las Parcas hasta conocer sus más íntimos secretos o se humillaría ante ellas rogándoles que la aceptaran como su aprendiz?
Lamentablemente, si bien mucho caviló al respecto no fue suficiente, porque escogió la peor alternativa posible: desde su rincón del tejado, entre la paja y el barro que la apelmazaba, no perdió un instante del trabajo de las Parcas hasta que una noche, cuando éstas se retiraron a descansar, bajó hasta el telar y se dedicó a copiar el urdido y las puntadas de las viejas señoras: primero tendió unas hebras formando la base y después fue formando sobre ella un espiral de rara elegancia; cada vez que llegaba al punto donde había empezado ensanchaba el tejido y así se fue haciendo una bella tela concéntrica.
Todavía faltaba mucho para el alba cuando la Araña detuvo su tarea y se quedó admirándola con íntima satisfacción.¡Qué bello trabajo, bien que podía estar orgullosa de su obra! Tantas horas le había tomado que se sentía exhausta, hubiera dado cualquier cosa por una hora de sueño.
Tal era su cansancio, que se acurrucó en la esquina del tejado y antes de darse cuenta estaba profundamente dormida, tan profundamente, que pasó una hora sin que pudiera despertarse y luego pasó otra, y otra y finalmente, amaneció. Un tímido rayo de sol se escurrió por la ventana y la Araña dormía a pata suelta. Todavía estaba en ello cuando entraron las Parcas a retomar su trabajo del día anterior. Atropos tenía prisa, se había ido a la cama sin acabar con tres agonizantes que ya no daban más a causa de tan larga espera.
Las Parcas no podían creer lo que estaba ante sus ojos: una bella tela, sutil y delicada, se estiraba sobre el telar, y el hilado era tan fino que la luz del sol lo difuminaba casi hasta la invisibilidad.
En eso despertó la Araña y bajó de prisa a compartir su momento de triunfo con las dueñas de casa.
– ¿Qué os ha parecido mi tela, queridas Parcas? Hace tanto tiempo que admiraba su trabajo que he encontrado mi verdadera vocación en el tejido. Mientras observaba, perfeccioné mi seda para que fuese más resistente que el hilo de acero y más dúctil y flexible que el mismo oro. No se disuelve ni con alcohol y además tiene propiedades antimicrobianas. Después pensé en ese bello dibujo en espiral, tan elegante. ¿Qué les parece? No es linda?
– ¡Pero cómo, qué insolencia! –alcanzaron a rezongar las Parcas.
Después, en un ataque de auténtica furia, expulsaron a la Araña de su casa en el fin del mundo, prohibiéndole para siempre que se acercara doquiera ellas estuviesen y, en un gesto de infinita maldad, la maldijeron dos veces. Una, para que su vida y la de toda su especie fuera mucho más breve que la de los hombres que ellas hilaban, y la segunda, para que el hilado de todos los arácnidos fuese para siempre viscoso y difícil de quitar.
Tanta saña causó infinitos sufrimientos a las Arañas. Ahora que las Parcas las consideraban sus enemigas, nadie quería relacionarse con ellas y se fueron poniendo cada vez más solitarias. Además, todos se molestaban con sus bellas telas que solo podían notar cuando estaban enredados y pegoteados en sus hilos. Sólo el descubrimiento de que los insectos se adherían a la tela facilitándoles la cacería les sirvió de consuelo. No es que los insectos sean un gran almuerzo, después de todo, nadie ha visto una araña gorda, pero los insectos caen en sus telas con tal asiduidad que tampoco es fácil encontrar una araña hambrienta.
Aquello del tejido, claro, nunca se les quitó del todo. Las Arañas continuaron tejiendo sus telas y envidiando a las demás tejedoras. Algo se ha dicho por ahí de un feo episodio con una tal Penélope, casada con un marino llamado Ulises, pero no ha trascendido lo que realmente sucedió. Lo que sí esta claro es que desde aquel incidente con las Parcas ninguna Araña teje a plena vista de cualquiera. Prefieren los rincones, a más oscuros, mejor.
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