-Nacho, ayúdame a cortar el pasto –dijo el bisabuelo Fernando asomándose por la ventana.
-Claro, Tata –dijo el niño con una mueca de desagrado.
No había caso con el Tata, qué pesado era. ¿Por qué no le pedía ayuda al flojo de Javier?
Después de que Nacho le había arreglado el pastel con mamá echándose la culpa de lo sucedido Javier no había cambiado su actitud; en cuanto le levantaron el castigo se echó a volar otra vez y apenas si se le veía a la hora de cenar. Era, lejos, el peor hermano del mundo.
Nacho se levantó de mala gana, apagó el televisor decimonónico y salió por la ventana hacia el patio.
Muy mala idea. Su abuelo ya estaba allí con la podadora y las tijeras.
-Nacho, me vienes de perlas: allí tienes el rastrillo, recoge el pasto cortado y las hojas secas y lo echas en esa bolsa – ordenó don Fernando.
¡Oh no, no terminaría nunca de pagar las culpas de su escapada… qué injusta era la vida!
Resignado, hizo lo que le pidiera el tata Fernando.
Para ser tan anciano, el abuelo de su madre todavía era una persona bastante fuerte, pensó Nacho. Algo flaco, claro. Se veía divertido con camiseta. Pensándolo bien, era la primera vez que lo veía sin corbata. ¡Qué decir sin camisa, don Fernando era un caballero muy formal! Sin embargo, ahora que se la había quitado, don Fernando trabajaba con habilidad, podando los arbustos con rapidez.
-¡Ay!
El anciano tropezó y cayó cuan largo era.
De un salto, Nacho estuvo junto a él. El bisabuelo no estaba tan bien como él había pensado. Nacho lo tomó del brazo izquierdo para ayudarlo y el anciano se levantó con grandes dificultades. Nacho pensó que el Tata se veía muy divertido en camiseta. Tenía los delgados brazos muy blancos, cubiertos de pecas y manchas anaranjadas y a lo largo del antebrazo… ¡Un momento! Nacho nunca se había fijado en esto. A lo largo del antebrazo, el bisabuelo Fernando ¡tenía una larga cicatriz blanca, borroneada por el tiempo!
-¡Tata!
– No te asustes, Nacho, sólo fue una caídita; estoy bien.
Don Fernando terminó de incorporarse
– Sí, pero Tata, esa cicatriz, ¿cómo te la hiciste?
El anciano se miró el brazo. Sus dedos recorrieron la cicatriz como haciendo memoria.
– Hace muchos años. Yo era un niño todavía.
-¿Y cómo fue?
– Me caí en un cementerio.
-¿En un cementerio, de veras?
– Claro, por qué iba a mentir. Me caí en el cementerio de Malpaso y me corté con unas hojas de latón.
-¡Increíble! ¿Qué andabas haciendo ahí, Tata, te acuerdas todavía?
Don Fernando se sentó. Se acarició la cicatriz con expresión pensativa.
– Cómo no me voy a acordar. Fue el mismo día que se murió mi hermanito menor. Nachito se llamaba. Igual que tú. Te pusieron así en su memoria.
-¡Tata!
– Vivíamos en la Oficina Nebraska, donde mi padre era capataz. Me fui a Pampa del Lagarto con un amigo – continuó el abuelo con mirada distraída-, nos escondimos en la cachurreta que llevaba la comida de los chanchos y llegamos a la quebrada de Malpaso. Andábamos buscando algo con mi amigo Ignacio. Mi amigo también se llamaba así…
Ignacio tenía la lengua pegada al paladar. El asombro le atenazaba la barriga.
– Y qué andaban buscando, Tata, qué encontraron Nacho y tú –preguntó con voz temblorosa.
Don Fernando se volvió hacia él bruscamente. Los ojos del anciano lo taladraron lenta, minuciosamente, desconfiados. Luego, volvió la cabeza y volvió a acariciar su brazo con la vista perdida en la nada.
– Nada. No encontramos nada.
Nacho se sentó junto al anciano, su pequeña mano descansando en el antebrazo arrugado como el cogote de una tortuga. En el cerebro de Nacho, todas las piezas del rompecabezas caían en su lugar, encajando una con otra hasta que no quedó espacio vacío.
– ¿Te acuerdas del otro día, Tata, de esa noticia de los dinosaurios que salía en la Estrella de Puerto Seguro?
– Sí, claro, cómo lo iba a olvidar.
-¿Nunca viste un dinosaurio, Tata, estás seguro?
Esta vez, la mirada de don Fernando se clavó en él como la de un águila en su presa. Nacho se sintió pequeño, pequeño, asustado ante este señor tan alto y serio y su cicatriz casi borrada por los años.
– ¿Un verdadero dinosaurio? –Preguntó el anciano.
– ¡Claro, uno real!
– ¿Un Tiranosaurio Rex todo acorazado, con enormes colmillos y un terrible mal aliento que estaba parado en medio del camino? –especificó luego.
– ¡Sí, Tata, ese mismo!
Nacho tenía la lengua seca y la barriga hecha un nudo. La respuesta del tata vino como un balde de agua fría.
– Claro que nunca vi a un dinosaurio, chiquillo tonto. ¿Acaso tú viste alguno, cuando te perdiste en Oficina Nebraska, Nacho?
Esta vez, Nacho no supo qué responder. Tan sólo se quedó allí, en silencio, por primera vez en mucho tiempo, mudo.
Don Fernando, en cambio, lanzó una carcajada ronca y larga. Parecía que nunca iba a parar de reír. Sus ojos brillaban por lágrimas de risa reprimida y de pronto sin saber por qué a Nacho le dio también tanta risa que no pudo aguantarse y los dos se quedaron allí apretándose la panza de tanto reír mientras gotas de sudor resbalaban por sus caras dibujando pequeños mapas en sendas capas de tierra que el trabajo en el jardín había depositado en sus mejillas.
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